En el Amazonas o el Congo casi la mitad de las precipitaciones provienen de la humedad generada por los árboles. Sus bosques liberan a la atmósfera el agua que extraen del subsuelo, que tras condensarse cae en forma de lluvia. Los científicos han concluido que en zonas deforestadas la pluviosidad es menor.
Más allá de la muralla de los Andes se extiende el Oriente. Poco más de 200 kilómetros separan el Amazonas ecuatoriano del bullicio de Quito, la capital, pero las profundidades de la selva lo absorben todo. Allí, entre el río Napo y el río Curaray, todavía viven pueblos indígenas que no mantienen contacto con el mundo occidental. En aquel lugar, también, se refugia buena parte de la biodiversidad del país y de la mayor selva del mundo, sostenida por un delicado equilibrio que depende de su propia capacidad de generar agua.
Porque la selva ecuatoriana está cerca del Pacífico, pero las cumbres de la cordillera de los Andes impiden que apenas llegue humedad desde el oeste. En realidad, las profundidades de la cuenca amazónica se alimentan en gran parte del agua del Atlántico, un océano a miles de kilómetros de distancia. Y es que, en los grandes bosques, son los árboles los que contribuyen a impulsar la lluvia tierra adentro, mediante un sistema complejo de bombeo que depende de la buena salud de la propia selva.
La cinta transportadora del agua
En un día de verano a mediodía, si tuviésemos que decidir entre estar en medio de la ciudad, rodeados de asfalto, o estar a la sombra de un bosque, casi nadie tendría dudas. Los árboles tienen la capacidad real de refrescar el ambiente. Un estudio de la Escuela Politécnica Federal de Zúrich (Suiza) ha calculado con datos de 300 ciudades europeas que las zonas arboladas experimentaban hasta 12°C menos de temperatura que aquellas sin vegetación en el mismo momento del día. Pero ¿cómo lo logran?
¿Son los árboles capaces de fabricar su propia lluvia?
Los árboles dan sombra, impidiendo que una parte importante de la radiación solar llegue a calentar la superficie. Pero, además, liberan la humedad que extraen del suelo a través de sus estomas, los pequeños poros por los que llevan a cabo el intercambio de gases con el exterior. Mediante este proceso, es como si los árboles sudasen, refrescando el ambiente a su alrededor. Ahora, multipliquemos ese efecto por los 390.000 millones de árboles que, se estima, crecen en el Amazonas.
El agua que los árboles extraen del subsuelo y liberan a la atmósfera se condensa formando nubes que, tarde o temprano, precipitan en forma de lluvia. Una vez en el suelo, el agua vuelve a ser absorbida por los árboles, que la bombean de nuevo hacia su parte más alta para liberarla. Así, una y otra vez, transportando el agua hacia el interior de los bosques, fabricando su propia lluvia. En las grandes selvas tropicales del planeta, como el Amazonas o el Congo, se calcula que entre un tercio y la mitad de las precipitaciones provienen de la humedad que bombean los árboles.
De hecho, algunas hipótesis, como la teoría de la bomba biótica desarrollada por Anastassia Makarieva y Víctor Gorshkov, del Instituto de Física Nuclear de San Petersburgo, sostienen que esta capacidad de los bosques de condensar humedad es uno de los grandes reguladores del clima en las zonas tropicales, ya que influye claramente en las corrientes de aire que circulan desde la costa hasta el interior de los continentes.
La sequía de la deforestación
Cuando Alexander von Humboldt y Aimé Bonpland pusieron pie por primera vez en los alrededores del lago Valencia, en Venezuela, los niveles de agua estaban en mínimos. Los naturalistas formularon entonces una teoría: la deforestación y las nuevas prácticas agrícolas desarrolladas en sus alrededores por los españoles habían aumentado la erosión y reducido la cantidad de agua que llegaba al lago. Era 1799, todavía faltaba medio siglo para que Darwin formulara su teoría de la evolución y la comprensión de Humboldt y Bonpland de la naturaleza distaba mucho del conocimiento científico que tenemos hoy.
¿Son los árboles capaces de fabricar su propia lluvia?
A pesar de todo, ambos idearon una hipótesis que se ha demostrado mucho después: el ser humano puede alterar de forma irremediable los procesos de la naturaleza. Un estudio recién publicado por investigadores de la Universidad de Leeds (Inglaterra) concluye que las lluvias son considerablemente menos abundantes en las zonas deforestadas de las grandes selvas si se comparan con las precipitaciones de las zonas que conservan los ecosistemas más intactos. Tanto en la Amazonía como en el Congo y en los bosques del sudeste asiático, cuanto mayor es el área deforestada, mayor es la disminución de las lluvias.
Los investigadores también estiman que si se talan suficientes bosques, las lluvias podrían descender hasta cruzar un punto de inflexión en el que deje de haber agua suficiente para sostener el resto de la selva.