Por Víctor Corcoba Herrero – “¡Cuánto pan amargo se nos sirve a diario!”. Los moradores de este mundo actual han cerrado todos los horizontes, inclusive también los trascendentes del sentimiento poético del alma, para vivir un presente egoísta y alocado, con el olvido o la censura al pasado, y sin importarles la construcción de un futuro más hermanado. Los efectos de esta falta de sensibilidad, de comunión entre culturas, de apoyo a toda vida humana, hacen que la pasividad se haya instalado entre las gentes, y se les niegue los derechos sociales y económicos a las personas, sin apenas hacer nada por ellos. Ojalá cambiemos de actitud y aprendamos a cultivar el bien; sólo de este modo, nos nutrimos interiormente y esparcimos esa alegría que todos nos merecemos por vivir. Qué lástima de aquellas gentes que han pasado por la vida sin saber sonreír, porque la tristeza les ha robado el deleite del camino y no encuentran esa paz consigo mismo.
¡Cuánto pan amargo se nos sirve a diario! La desigualdad en los ingresos está en aumento, tal y como reconoce un grupo de expertos de la ONU, ya que el 10 por ciento más rico de la población mundial gana hasta el 40 por ciento del ingreso total. Algunos informes sugieren que el 82 por ciento de toda la riqueza creada en 2017 fue al 1 por ciento de la población más privilegiada económicamente, mientras que el 50 por ciento en los estratos sociales más bajos no vio ningún aumento en absoluto. Así no podemos seguir, discriminándonos unos a otros. Estamos llamados a ser una ecuménica unidad en la que nadie puede permanecer marginado. Cada cual, mal que nos pese, tiene una misión de colaboración y cooperación sobre una base justa y equitativa, de hacer camino y de activar la esperanza humana como parte inherente del caminar.
En efecto, el presente por tanto no puede despojarse del significado último del ser que somos, ni de las raíces de las que provenimos, pues tan importante como estar alimentados es estar satisfechos de la aportación de nuestra vida diaria al acontecer de los días. Hemos de saber que toda nuestra historia, precisamente, está irrumpida por una tremenda lucha de intereses, movidos a merced de la corrupción y que la hemos hecho un modo de relación. En consecuencia, es significativo, adherirse al bien; puesto que un espíritu corrompido, es capaz de destruirnos.
Por desgracia, para todos, multitud de esencias humanas andan hambrientas de dignidad. Hemos caído tan bajo, que nos costará levantar cabeza y armonizar ese mundo en el que todos caben y nadie sobra. Los datos ahí están. Conviene que los tengamos en cuenta. Cada año se paga un billón de dólares en sobornos y se calcula que se roban 2,6 billones de dólares anuales mediante la corrupción, suma que equivale a más del 5% del producto interior bruto mundial. Según el Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo, se calcula que en los países en crecimiento se pierde, debido a esta podredumbre, una cantidad de dinero diez veces mayor que la dedicada a la asistencia oficial para el bienestar.
Se nos olvida, que un ropaje de pensamiento bondadoso, alienta un proceder estético, porque todo se embellece en la autenticidad y en el servicio incondicional al análogo; al contrario, de ese espíritu ambicioso que suele hermanarse con la crueldad y la astucia, con el endiosamiento y el orgullo. Al final tenemos que encontrarnos todos juntos, pues somos de un mismo linaje pensante, y hemos de hallarnos haciendo familia, forjando humanidad con nuestro corazón inquieto, concibiendo el amor, como aquella Madre Inmaculada, siempre dispuesta a donarse porque sí, a ese bien que nos entusiasma y derroca a la ingrata soberbia que nos vierte tanta maldad. Pensemos que son estas realidades interiores de codicia, vanidad y arrogancia, las que nos impiden sanar el ánimo, teniendo que maquillar muchas veces hasta nuestra propia existencia. ¡No caigamos tan bajo!