CAPITAL FEDERAL: multitudinario concierto gratuito de Martha Argerich y Daniel Barenboim

El director orquestal argentino-israelí ya había ofrecido un concierto público, tres años atrás, ante ocho mil espectadores en el Puente Alsina. Las diez mil personas que asistieron este mediodía al concierto inicial del Festival Barenboim, no disiparon para nada la intimidad que los dos tienen para hacer música.

Ese ritual feliz y puntual en el que fueron convirtiéndose los encuentros en Buenos Aires de Daniel Barenboim y Martha Argerich no empezó este año, el cuarto consecutivo, igual que los otros, en la intimidad del Teatro Colón, sino al aire libre y a plena luz del día.

El inicio fue diferente de otros años, es cierto, pero no lo que sucedió en escena: la misma manera de hacer eso que ellos saben hacer mejor que nadie, la complicidad musical, la evidencia del cariño. Barenboim contaba los otros días que aunque en las actuaciones al aire libre haya una pérdida de la calidad acústica se consigue a cambio una intensidad comunitaria muy diferente de la que existe puertas adentro de un teatro.

El concierto de hoy unió sin embargo lo mejor de los dos mundos. Salvo por algún bocinazo y un taladro insufrible existió por lo demás una disposición de recogimiento en el público, que se ubicó a lo largo de la calle Viamonte y desbordó más allá de la 9 de Julio y el corredor del Metrobus.

Hay también una parte del mérito que pertenece a los detalles técnicos que dispusieron el Gobierno de la Ciudad y el propio Teatro Colón. En principio, al escenario se le agregó una cámara que colaboró con el reflejo del sonido y, por otra parte, la amplificación no resultó jamás artificial ni diluyó ningún matiz, mientras que la dirección de cámaras permitió seguir en dos pantallas gigantes cada detalle de las manos, las miradas, los gestos.

Argerich y Barenboim abrieron el recital con la Sonata para dos pianos en Re mayor, KV 448, que ya habían hecho juntos en 2014. Cada una de estas revisitas, muy diferente de las anteriores, habilita una revelación fascinante: el dúo está siempre in-progress y, alejado de cualquier rutina, sigue buscando y encontrando perspectivas distintas sobre las mismas piezas: esta sonata no fue la misma de hace tres años. Domina aquí ese arabesco mozartiano que es en realidad un laberinto emocional.

Terminada la sonata, Barenboim tomó el micrófono. “No tengan miedo. No voy a dar un discurso”, dijo. El Maestro explicó brevemente la singularidad de la pieza siguiente: la trascripción para dos pianos que Claude Debussy hizo de la obertura de El holandés errante, de Richard Wagner. Realmente, como reseñó Barenboim, es una pieza que no suele escucharse muy seguido, y es una pena porque se trata de un documento formidable del modo en que la escritura wagneriana puede ser vista del reverso. En este tour de force, Debussy muestra el revés de la trama de la obertura. Aparte de lograr un tremendo efecto orquestal, Argerich y Barenboim pusieron al desnudo todo el tejido motívico wagneriano.

Dado que al principio se habían anunciado todas las piezas, hubo un momento de perplejidad en los aplausos; entonces Barenboim volvió a tomar la palabra y aclaró que ése era el “final de la parte formal del concierto”. Hubo más, por supuesto. La “Danza española” de El lago de los cisnes de Chaikovski en transcripción de Debussy, y Bailecito, de Carlos Guastavino, que en sus manos sonó con lasitud bellísima, de una melancolía irrenunciable. “Salimos para aprender un bis más”, bromó Barenboim en la última entrada. Fue la “Danza napolitana”, también de El lago.