Cien citas

Por Virginia Castro – Cuando se encendían las luces de la calle ella sabía que se acercaba el momento de encontrarse a solas, a oscuras, en el mismo lugar cada viernes. Algunos destellos callejeros eran ofrecidos por los autos al pasar por la esquina y entraban por la ventanita lateral para iluminar la escena, entonces su cuerpo empezaba a perfilarse de modo tenue en esa rara claridad intermitente.

Esa noche, como tantas otras, él le pidió que se desnudara, despacio, frente a ese espejo. Mientras tanto la miraría a cierta distancia, como si la espiara, como si ella no lo estuviera haciendo para él, como si no fuera su idea que se quitara la ropa en esa posición para ver la silueta desde la espalda y completarla con el reflejo que la mostraba entera.

Hacía casi dos años que se encontraban de esa forma, casi cien noches de viernes en los que jugaban a ser otros sin dejar de ser ellos y el juego solo cambiaba de escenario en las vacaciones, cuando estaban lejos de la ciudad.

Mientras se desvestía, ella tarareaba una canción cualquiera, romántica o provocativa, un tema de esos pegadizos que uno termina aprendiendo por partes de tanto que lo inyectan como al pasar en todas las radios. En los escasos minutos que duraban los fragmentos cantados se comportaba como si estuviera en su casa, sola.

Después, ella se tendía de costado, ya desnuda, diagonalmente, en la inmensa cama y estiraba un brazo por sobre su cabeza mientras él solo la miraba por unos minutos, así, en todo su largo. Siempre le gustó apreciar el contorno de sus pechos aún jóvenes, algo pequeños, turgentes, en contraposición a la flojedad desenfadada de un abdomen que delataba su desgano por los ejercicios que intentarían darle algo de firmeza. Lo seducía ese modo que tenía de flexionar apenas la pierna que le quedaba arriba, porque cubría su sexo como si fuera una experta en no mostrar lo sugerido y a la vez le dejaba ver la forma de esos glúteos que sobresalían naturalmente.

Ella no lo veía desnudarse, cerraba los ojos para dejarse sorprender, nunca sabía si al acercarse él empezaría a besarla por los pies o la abrazaría desde su espalda para besarle el cuello y decirle que le encantaba el perfume de su piel… Recordó que casi un año atrás una noche la tomó despacio por los hombros y la dio vuelta para besar su boca, y ese beso fue todo, durante toda la noche, un beso infinito que no necesitó nada más. Al entrar los primeros rayos del sol -que reemplazaban a las luces de los autos por la ventanita lateral- aún estaban besándose.

Y en el encuentro número cien, más o menos, porque no quiso arriesgarse a dar una cifra inexacta, ella le dijo que estaba un poco cansada de esa rutina de los viernes a la noche, que era hora de cambiar de escenario, que dos años habían pasado rápido y la adrenalina ya no era la misma.

Entonces él le preguntó, casi ofendido, si no sentía la misma pasión al estar juntos. Y ella le contestó que sí, que la pasión perduraba. Y que, si bien no quería sonar como amargada, vieja, ni dejar de seducirlo, creía que después de un centenar de citas ya era tiempo de hacer algo más privado, más íntimo.

¿Más privado? ¿Más íntimo? Era imposible para él imaginar algo más privado que eso que los hacía ser otros por un rato y nadie más sabía, no existía nada más privado y más íntimo que guardar un secreto entre dos personas. Ningún escenario ni escena podría ser más privada o más íntima que seducirse cada inicio de fin de semana como si tuvieran veinte años cuando estaban por llegar al doble, como si al día siguiente no tuvieran que cortar el pasto y recibir a los amiguitos de los hijos que invadían la pileta.

Pero ella necesitaba ser más clara para que el hombre que amaba entendiera que no le disgustaba estar con él, ni el modo, la seducción o el paso del tiempo. Lo que quería era dejar de encontrarse a escondidas cuando cerraban la mueblería, quería ir a un hotel o quedarse en su casa, en su habitación y disfrutar en su propia cama.