Por Virginia Castro – Entre la multitud del aeropuerto escuchó que alguien gritó “Juanoli” y supo que lo estaban llamando como nadie lo había hecho en cuarenta años. Una cabeza sobresalía de la altura de las personas “normales” y esa visión le pareció imposible: era su compañero de toda la vida escolar, como si el tiempo se hubiera detenido en la fiesta de egresados. La imagen era de ciencia ficción, una cabeza de otro tiempo avanzaba gritando “Juanoli” y él sabía que nadie más lo llamaría así.
Al llegar a escasos metros vio que detrás del joven se escondía el hombre, el de su misma edad, el que lo había llamado Juanoli desde aquel día en que la profesora de historia tomaba lista. Ella decía nombre y apellido de los alumnos, al revés del resto de los profesores que leían automáticamente el registro. La mujer quiso decir Juan Oliva y en medio del apellido le dio hipo y se quedó en Juan Oli… Desde entonces su compañero lo llamó así para burlarse de la profesora y hacerlo enojar.
Era demasiado tiempo sin verse como para decir una palabra antes de abrazarse intentando remediar los abrazos que no se habían dado después de aquella noche en la puerta de la escuela.
– ¿Qué hacés, desaparecido?
– Desaparecido no, detenido.
– Ay, por la emoción de verte metí la pata, no sabía…
– Nadie supo, la familia no lo contó para no comprometer a otros.
– Pero… ¿Cómo? ¿Qué pasó? Fui a tu casa varias veces y unos vecinos dijeron que se habían mudado.
– Sí, se mudaron a la provincia mi madre y mi hermana porque me llevaron con mi viejo.
– Ay, no, milicos hijos de mil…
– Mi viejo murió en la cárcel, a él lo torturaban más porque esperaban que hablara, era delegado de un gremio y había mucha gente ayudando a familiares de compañeros desaparecidos. Me soltaron a los dos años, ya sin el viejo.
Hubo un segundo abrazo, infinito.
Juanoli no dejaba de llorar. Apenas pudo hablar, dijo haber zafado porque en su cuadra vivía un milico que vigilaba por si había algo sospechoso y tardó en darse cuenta de que su familia iba a un barrio a llevar ropa, comida y útiles escolares para los hijos de desaparecidos que habían quedado sin nada.
– Nos podría haber pasado lo mismo que a ustedes…
– En cinco minutos nos contamos la vida y no te presenté a mi hijo.
– Pero si lo vi desde lejos y pensé en vos cuando terminamos la secundaria.
Enseguida los tres hombres se sentaron a tomar un café y se contaron la historia actual. Juanoli estaba esperando a su hijo que había ido a hacer un posgrado en España y dijo estar solo porque su mujer había llorado mucho cuando fue a despedirlo y prefería esperar en la casa. El vuelo venía demorado así que el café se multiplicó y la mañana se hizo mediodía.
Los otros dos también venían de España, pero a un casamiento. Era la primera vez que volvía al país, ni siquiera se había animado a venir en el 83.
Cuando lo soltaron, la madre y la hermana se fueron a España porque allá tenían unos parientes y él, además de no tener trabajo, tardó un año más en arreglar los papeles para poder viajar. Una vez allá… trabajó, se casó, nació su hijo y tuvo miedo de volver; acá la habían pasado muy mal y el recuerdo de su padre en la cárcel era menos duro en la distancia. Ahora su sobrina se casaba con un argentino y las mujeres de la familia habían venido una semana atrás para los preparativos del casamiento. Su cuñado recién llegaría el día antes del civil y se iría al día siguiente de la iglesia y la fiesta.
Era el primer viaje de su mujer y su hijo, se quedarían un mes. Juntaron vacaciones, francos y permisos para justificar el gasto del pasaje; quería que su familia conociera Buenos Aires y después, las Cataratas del Iguazú.
Juanoli dijo que con su mujer le habían regalado al hijo un viaje a las cataratas por el nuevo título y que irían los tres porque ellos tampoco conocían. Y así, con exceso de equipaje, se armó un viaje de cuatro días para los seis, un viaje de egresados postergado por cuarenta años.