Daniel Barenboim y el arte de poder mover el tiempo se dieron cita en el CCK

A partir de la lectura del director, la obra del compositor y pianista alemán Johannes Brahms suena como si nunca hubiese sido escuchada antes.

“Froh aber frei” (“Libre pero feliz”), es el lema juvenil de Brahms que, bajo la batuta de Barenboim, se transfigura en una libertad sin condicionamientos. “Libre” a secas, pero de ningún modo simple: más abierto e inquietante, pero también solitario.

Barenboim mueve el tiempo según convenga a la audición de una frase, una determinada textura o un color. Avanza sobre la tradición para llevarnos de las narices (o más precisamente, de los oídos), desde el primer sonido que dirige.


Con la aceleración de algunos tiempos la orquesta se atolondra un poco y hasta parece faltarle el aire. Pero estos mínimos descalabros, estos momentos librados al azar, humanizan sus versiones y, sobre todo, alertan nuestros sentidos.


Ya en el principio del concierto, la orquesta casi quiebra el primero de los tres acordes que abren la tercera sinfonía (Fa-La bemol-Fa o, en alemán, F-A-F, las iniciales de la insignia brahmsiana). Es que para ese momento inaugural, Barenboim elige un modo de ataque que difícilmente se entienda como tal: lanza el brazo desde su cuerpo hacia adelante y hacia arriba.

Hasta es probable que quien no haya escuchado las primeras dos sinfonías sienta que entró en una aventura ya comenzada, y tal vez hasta se arrepienta por no haber escuchado la historia desde su inicio.

Barenboim no está solo en esta búsqueda: solistas y secciones saben cómo mover el aire sin edulcorarlo. Tal vez por esa razón, los movimientos lentos suenen sin el conmovedor lirismo al que la tradición nos acostumbró. Sin embargo, la carga emocional es más intensa en esa inquietante introversión.

Fuente: Clarín