“En el fondo tenemos un grado de dependencia natural. Esto debería humanizarnos sin vasallajes que nos esclavicen; respaldando el espíritu generoso, que es lo que acrecienta el sentido de la hospitalidad y el respeto hacia toda vida”.
Por Víctor CORCOBA HERRERO – Está bien que no sea otro quien pueda ser dueño de sí mismo, pero se cohabita aún mejor no sintiéndose aislado jamás. Lamentablemente, la situación de muchos moradores queda sutilmente condicionada por las decisiones de jefaturas opresoras, que restan autonomía y libertad. Por otra parte, la emancipación política y la soberanía nacional requieren, como un remate vivencial necesario, que concurran de igual forma la liberación financiera y la ausencia de dominio ideológico.
Además, los Estados han de rechazar aquello que sea indecente, como pueden ser las ocupaciones de territorios o las dominaciones injustas. Estos retos globales, ubicados por los diversos rincones del planeta, tan sólo pueden resolverse mediante la consideración del derecho internacional, la fidelidad a los compromisos mundiales y la adopción de objetivos apropiados de gobernanza multilateral. Trabajemos, pues, en esta línea de amor; desde el fondo mismo de nuestras habitaciones interiores. Sin duda, hay que poner en circulación el amarse, lo que supondrá remover el corazón, reutilizar los desechos, reciclarse con los avances, para tomar una reorientación moral y diversificar los pasos, haciéndolos más poesía que poder.
Lógicamente, sin la aceptación de los derechos humanos en el espíritu ciudadano, los logros benignos se desmoronan. Hoy más que nunca necesitamos sentirnos arropados recíprocamente.
El grado de dependencia ha de ser cooperante para que tenga su efecto vital, pues nadie puede hacer por ti lo que tú mismo debes hacer. Sin embargo, nos conviene a veces pararnos, repensar sobre algo tan ínfimo, como pueden ser las pequeñas acciones de cada cual, reencontrándonos en ese camino de colaboración del cual pendemos. Se me ocurre ahora meditar sobre algo tan minúsculo como las abejas y otros polinizadores, las mariposas, en ocasiones muy amenazadas por los efectos de nuestra propia actividad. En demasiadas ocasiones, se nos olvida que dependemos todos de todo, también de la supervivencia de estos insectos sociales, sumamente colaboradores, que viven en las colmenas; por ejemplo. En efecto, a juzgar por nuestras acciones diarias, deberíamos ser más responsables y modificar estilos de vida.
Sin duda, nunca es tarde para que recapacitemos sobre este vivir en familia, haciendo genealogía y donando entusiasmo, que es lo que en realidad nos pone alas para elevarnos y que no se nos arrugue la voluntad.
En el fondo tenemos un grado de dependencia natural. Esto debería humanizarnos sin vasallajes que nos esclavicen; respaldando el espíritu generoso, que es lo que acrecienta el sentido de la hospitalidad y el respeto hacia toda vida. Por eso, es fundamental activar la justicia, ante una atmósfera deshumanizante por completo, en la que nos desbordan los conflictos y las rivalidades. Desde luego, una cultura de impunidad no solo envalentona a los perversos, sino que también tendrá un efecto amedrentador en la sociedad, que influirá negativamente en las relaciones de dependencia.
De ahí la necesidad de respaldar conjuntamente los derechos universales e inalienables de la persona; puesto que, la mayoría, van en adjunto y en conexión. En consecuencia, lo importante no son los pedestales que ocupamos, porque sería estar sometidos al criterio del mando, de lo sensacional o del éxito inmediato; sino que, teniendo en cuenta las exigencias que nos vinculan, hemos de servir a la construcción de una existencia más sensata, cada cual desde su misión. Con razón, se dice, que vivimos mientras nos renovamos por dentro y por fuera, alegrándonos de nuestro propio soplo vivencial que pasa y no vuelve, pero que permanecerá en la conjugación invisible de los sueños.
Reconozco que la liberación mundana siempre fue mi anhelo; pero a veces corremos el riesgo de vivir olvidándonos de nuestro sustento, como si fuésemos nosotros los dueños de nuestra presencia y, en cambio, somos radicalmente dependientes. Esto hay que tenerlo claro y admitirlo. Destronemos, entonces, los individualismos imperantes. Es cierto que nadie puede batallar por nadie para poner fin a la violencia, tampoco crecer por ti para recrearse en la palabra y tejer efectivos diálogos, y menos aún reencontrarse por vos y hallarse en los demás. Indudablemente, uno antes debe conciliar y reconciliarse con uno mismo, para poder discernir con total independencia, sobre lo que es saludable y enfermizo. Pero, a la vez, no es menos veraz, que nos requerimos entre sí.
Por ello, las colectividades serían una cosa hermosa si nos interesamos por crecer como tronco humanitario. Al fin y al cabo, nos interesa como súbdito, restablecer el orden natural y volver a la senda del pulso democrático. Desmembrarnos es la mayor bestialidad. Somos latidos vinculantes autónomos, pero deseosos de formar hogar, de rehacernos como linaje. Esto es lo que nos mantiene vivos, sin miedo a la soledad impuesta, que ahora es uno de los mayores tormentos actuales.