Por Virginia Castro – Cada gota que caía desaparecía inmediatamente entre las grietas de la tierra, hacía meses que no llovía y la sed del suelo era interminable. Minutos después de que pasara ese primer chaparrón era como si solo se hubiera regado para asentar el polvo que flotaba en las calles para molestar.
Mi tía ni siquiera había alcanzado a agarrar la escoba… disfrutaba lavando el patio mientras llovía, decía que eso la aliviaba de juntar agua en los baldes que ya le resultaban pesados. Mi madre apenas mojó la harina para hacer las tortas fritas y su madre le dijo que se había apurado, como siempre. Mi abuela decía: “Tormentas y amores de verano llegan y se van en un abrir y cerrar de ojos”.
Pero al rato la tormenta fue tremenda, el patio se llenó con el agua limpia recién caída del cielo y mi tía se empapó pero lo dejó impecable. Mi madre se prendió con todo a la masa y creo que las de esa tarde fueron las tortas fritas más ricas de nuestras vidas. Ambas miraban a mi abuela buscando su aprobación y como ella no daba el brazo a torcer, las dos fijaban su mirada como diciéndole que se había equivocado.
Yo observaba ese trío que a mi vista se complementaba a la perfección: una hermana cocinaba, otra limpiaba y la madre daba las indicaciones y supervisaba todo. Era demasiado chico para comprender totalmente lo que significaban los dichos de mi abuela. A veces le decía a mi madre que siempre iba “como alma que lleva el diablo” y a mi tía que daba “más vueltas que perro para echarse”.
Los cuadernos que tenía en el fondo de un viejo baúl me trajeron esos recuerdos en una tarde de lluvia como aquella, un chaparrón corto como anticipo y al rato la lluvia incesante hasta el atardecer. Una infancia en la que yo anotaba oraciones cortas que detallaban lo que hacía cada una y subrayaba lo que reiteradamente decía mi abuela. Entonces no sabía que ella lo tomaba de dichos y refranes conocidos porque solo se lo escuchaba decir a ella. Mi madre y mi tía nunca le contestaban, solo le sostenían la mirada muda cuando las cansaba.
Quién sabe por qué me llamaron tanto la atención las frases que anoté esa tarde…
Pasábamos los veranos en la casa de mi abuela -que vivía en las afueras de la ciudad- y era mucho mejor que quedarnos en nuestra propia casa. En lo de la abuela tenía más espacio para jugar, hacía un año que se había quedado sola -cuando murió el abuelo-, por eso íbamos más y hasta mi padre iba cada noche cuando salía de trabajar y se quedaba a dormir. A veces me aburría de estar solo con ellas tres porque mi tía no tenía hijos y los demás primos iban nada más que los fines de semana.
Cuando llegaba mi padre caminábamos alrededor de la casa y yo lo atormentaba a preguntas además de querer contarle lo que “las mujeres” habían hecho durante el día. Era un secreto que las llamáramos así cuando estábamos conversando los dos solos.
Hoy las mujeres ya no están y a la hora de la siesta vino mi padre a tomar unos mates. La lluvia tuvo la bondad de dejármelo toda la tarde como en aquellas noches de verano que conversábamos en el patio de la casa de la abuela. Está un poco mayor y le dije que era peligroso irse, que podría caerse o pasarle algo.
Para ser sincero, no quería que se fuera, quería mostrarle el cuaderno con el que me había reencontrado. Quería volver a leer con él lo que había anotado esa tarde que me apareció tan nítida cuando lo vi. Ya no soy un chico y le pregunté por qué la abuela era tan dura con sus hijas.
Y las palabras de mi padre me dieron un panorama ignorado por aquel chico que fui: “Tu tía tuvo un novio que la engañó con otra mujer del pueblo con la que se casó porque estaba embarazada; el abuelo tenía vergüenza de salir a la calle porque se burlaban de su hija y se enfermó; la abuela siempre la culpó de su muerte”. Le pregunté qué hizo entonces mi madre y me dijo: “Tu mamá fue quien descubrió a ese novio casándose con la otra mujer y corrió a contarle a su hermana”.