Un estudio experimental mostró que la exposición al alcohol durante la gestación no termina en ese momento: las crías mostraron una preferencia por el alcohol en etapas posteriores de su desarrollo, una huella temprana que se manifiesta incluso mucho tiempo después del primer consumo.
En la mesa hay risas, una torta a medio cortar y una botella recién abierta. “Por vos y por lo que viene”, dice alguien, y las copas se alzan casi al unísono. Entre los brindis está ella, embarazada de seis meses, que acepta una copa de vino. Lo hace con una sonrisa tímida, más por no quedar afuera del ritual que por gusto. “Un poquito no pasa nada”, le dicen. Y nadie duda: es una costumbre, un gesto afectivo, un símbolo.
Lo que nadie ve es la otra escena, la que ocurre en silencio, puertas adentro del cuerpo: moléculas de alcohol que atraviesan la placenta, que llegan al torrente sanguíneo del feto, que rozan neuronas en formación. En ese instante diminuto -tan cotidiano, tan humano- puede empezar a escribirse una huella biológica que acompañe a ese futuro niño toda su vida.
“No hablamos de consumo problemático, ni de adicciones -explica Paula Abate, investigadora del CONICET y doctora en Ciencias Biológicas-. Hablamos de exposiciones muy leves, muchas veces involuntarias o naturalizadas, que pueden modificar la manera en que el organismo responde después al placer, al aprendizaje, al consumo mismo de alcohol”.
Abate y su equipo, con sede de trabajo en el Instituto de Investigaciones Psicológicas del CCT Córdoba del CONICET, estudian cómo las experiencias tempranas pueden “programar” el sistema nervioso. Su investigación se centra en modelos animales -principalmente ratas- expuestas al alcohol durante el embarazo y/o la lactancia.
A partir de esos estudios, observaron que las crías mostraban preferencia por el alcohol en etapas posteriores de su desarrollo. “Estas experiencias tempranas modulan distintos patrones de respuesta. No se trata de manipular condiciones humanas, sino de entender cómo ciertos estímulos tempranos pueden dejar marcas duraderas”, explica en diálogo con la Agencia CTyS-UNLaM.
Abate aclara que estos resultados no pueden trasladarse directamente a humanos, pero ofrecen claves para comprender los mecanismos de vulnerabilidad y prevención. “Estos estudios sirven para desarrollar herramientas de evaluación más seguras. En algunos casos se aplicaron pruebas con bebés y madres, por ejemplo, donde se observó que los bebés respondían distinto a olores en función del consumo de alcohol declarado por la madre durante el embarazo”, cuenta.

Las huellas del inicio
El concepto detrás de estos estudios se llama programación perinatal: la idea de que las condiciones ambientales durante etapas críticas del desarrollo -previo o cercano al nacimiento- pueden influir sobre la expresión genética.
“Lo que plantea este enfoque es que algunos genes que habitualmente están ‘silenciados’ pueden activarse bajo determinadas condiciones ambientales”, detalla Fabiola Macchione, investigadora del CONICET y doctora en Ciencias Biológicas. “En este caso, la exposición al alcohol actúa como un estímulo que modifica la manera en que se expresan ciertas características del sistema nervioso”.
En otras palabras, no se trata de una herencia genética, sino de una herencia biológica moldeada por el entorno. Esa copa de vino puede alterar cómo el organismo del futuro hijo responderá más adelante frente a un estímulo placentero. “Lo que se observa es que esas crías, en comparación con otras que no tuvieron esa experiencia, muestran mayor predisposición a buscar el alcohol. Es una huella temprana, una asociación entre placer y sustancia que se consolida antes incluso de tener memoria”, explica la investigadora.
La vía de la recompensa
Detrás de esta programación temprana aparece una red conocida como la vía de la recompensa, un sistema de neurotransmisores -entre ellos la dopamina- que regula cómo el cerebro experimenta el placer. “Esa vía se activa naturalmente con estímulos como la comida, el ejercicio o la actividad sexual. Pero sustancias como el alcohol la modulan de manera exagerada”, señala la investigadora.
Cuando esa hiperactivación ocurre durante el desarrollo fetal o neonatal, puede alterar la sensibilidad futura a los estímulos de recompensa. “Analizamos cuán reforzante resulta el acceso al alcohol cuando las crías tuvieron experiencias prenatales con la sustancia. Lo que vemos es que esas experiencias tempranas predisponen a buscarla con más intensidad”, explica.
Ese “entrenamiento biológico”, invisible y silencioso no implica un destino inevitable, pero sí una susceptibilidad mayor. “No es que estén determinadas genéticamente, sino que esas condiciones ambientales pueden facilitar respuestas de búsqueda o preferencia más marcadas”, aclara la investigadora.

El rol del omega-3
En el laboratorio de Córdoba, el grupo también investiga estrategias para revertir o atenuar esos efectos. Una de las líneas más prometedoras incluye el uso de omega-3, un ácido graso esencial presente en pescados y semillas.
“Las membranas de las neuronas están formadas por sustancias grasas. El omega-3 ayuda a mantenerlas en buen estado, por eso se lo considera un elemento neuroprotector”, explica Verónica Balaszczuk, doctora en Psicología. “En los experimentos, vimos que, cuando las crías expuestas al alcohol recibían omega-3, sus respuestas posteriores mejoraban en comparación con las que no lo recibían”.
Aunque se trata de modelos animales, los resultados abren una ventana hacia posibles estrategias preventivas en humanos. El omega-3 ya se usa con adultos mayores para mejorar la función cognitiva, y podría tener un rol más amplio en el cuidado del desarrollo temprano.
Más allá del laboratorio
Para Abate, la ciencia básica tiene un enorme valor, pero su desafío está en trasladar ese conocimiento a la sociedad. “Muchas veces, los estudios en laboratorio se desarrollan en condiciones muy controladas. El reto es que esa información se transforme en políticas públicas, programas de prevención o mensajes que lleguen a la comunidad”, reflexiona.
Esa dificultad se multiplica en un contexto donde el consumo de alcohol forma parte del entramado cultural. “El brindis, la previa, el festejo familiar -señala la experta- son momentos que celebran el consumo como parte de la vida social. Y ahí está lo complejo: hablar del daño potencial sin caer en el juicio o la culpa”.
Por eso, insiste en que la respuesta no pasa solo por la prohibición, sino por la información y la educación. “No se trata de condenar a nadie, sino de entender que las etapas tempranas del desarrollo son sensibles y que la exposición, incluso mínima, puede dejar una marca. El mensaje no es de miedo, sino de conciencia”, concluye.
Magalí de Diego (Agencia CTyS-UNLaM)






