Por Víctor Corcoba Herrero – A medida que abrazamos el mundo nos damos cuenta de la necesidad de justicia, ante el cúmulo de víctimas de atrocidades, donde nadie respeta a nadie, y de la falta de tolerancia entre las culturas y los pueblos. La humanidad ha de aprender de que lo justo tiene que ser para todos, de que ninguna persona puede quedar excluida, pues todos nos merecemos una existencia digna. A veces me da la sensación de que somos una generación despreocupada de nuestras obligaciones. Hay cuestiones que requieren una mayor diligencia y abnegación, si en verdad queremos que se respete el orden, derrotar el mal y tutelar lo auténtico. Una justicia que llega tarde o no llega, una Corte Penal Internacional disminuida de apoyos entre Estados, ciertamente no contribuye a reparar sufrimientos, ya que la dignidad humana queda lastimada y el derecho postergado.
Deberíamos, pues, con tolerancia, pero asimismo con energía, no dar marcha atrás al capítulo de rendición de cuentas que con tanta parsimonia a veces se lleva a efecto. Por otra parte, el camino de los privilegios lo que potencia es más injusticia, más desorden, en la medida en que el terreno se vuelve fértil para todo tipo de violencias y corrupciones. Por consiguiente, estoy en contra de ese dejar pasar, lo diga quien lo diga. Al fin, como decía en su tiempo Voltaire, “los pueblos a quienes no se hace justicia se la toman por sí mismos más tarde o más pronto”, lo que no le faltaba razón ante la ley implacable de la naturaleza: o devorar o ser devorados. Por eso es significativo tener cierta mesura, o sea cierta piedad, que la crueldad no es buena para nadie.
Indudablemente, a la persona humana, habite donde habite, le corresponde la defensa legítima de sus propios derechos; defensa eficaz, igual para todos y regida por las normas objetivas de una universalizada justicia natural, cuya constitución es una exigencia urgente del bien común universal. Con demasiada frecuencia, olvidamos que somos sujetos de derechos y deberes, lo que dificulta la convivencia que únicamente puede juzgarse congruente con la estética dignificación humana, si se funda en la verdad. Por desgracia, impera excesiva falsedad por todos los caminos del mundo, multitud de intereses que nos vuelven inhumanos, hasta el punto de ser, a mi juicio, una prole de desorientados como jamás. A esta atmósfera de deshumanización total, hay que sumarle gobernantes y gobiernos que capitalizan la ira de su gente, con la astucia del embaucador, para hacerse con el ordeno y mando, sin consideración alguna a la ética de las responsabilidades.
En vista de lo visto, hoy más que nunca, hacen falta gobiernos democráticos que den espacio para la sociedad civil. Desde luego, a medida que las Naciones Unidas continúan trabajando por un futuro democrático y pluralista para todos, el Estado y la sociedad civil pueden y deben colaborar en la creación de un futuro más de todos y de nadie, donde impere la solidaridad y se destierre el discurso del odio, que no conduce nada más que a violaciones de derechos humanos y a luchas absurdas. Confinada la justicia todo se contrapone, sin importar el daño causado. Lo mismo sucede con una ilícita tolerancia, deja de ser un bien, desordenándolo todo. En consecuencia, quizás necesitemos pasar de la auténtica tolerancia al verdadero encuentro interior de los ciudadanos y, de la efectiva firmeza ecuánime, al verdadero espíritu conciliador.
Dicho lo anterior, esta sociedad globalizada tiene que propiciar otros ambientes más equitativos para poder reconocer los derechos humanos universales y las libertades fundamentales de todos. Y en este sentido, la aceptación y el aprecio de la riqueza infinita de las culturas de nuestro mundo, de nuestras maneras de expresión y medios de ser humanos, ha de estar presente en todo proyecto político aglutinador de vidas, naturalmente caracterizados por la diversidad de su aspecto, su situación, su forma de expresarse, su comportamiento y sus valores, puesto que todos tenemos derecho a vivir armónicamente y a ser como somos. Precisamente, la edición 2016 del Premio UNESCO-Madanjeet Singh de Fomento de la Tolerancia y la No-Violencia, otorgado este año al Centro de Tolerancia de Rusia, a celebrar el 16 de noviembre en la sede de la UNESCO, refrenda ese espíritu tolerante, tan necesario hoy en día para la construcción de sociedades más inclusivas, con lo que esto conlleva de unión de las energías creadoras y de talentos, encaminado a ese florecer poético de la justicia de la tolerancia, o lo que es lo mismo, de la justicia de la libertad, o más de lo mismo, la justicia de la democracia, o en resumen, la justicia de la paz.
Por momentos, se observan demasiados discursos que estigmatizan, discriminan y atizan venganzas, que lo único que hacen es retrotraernos a tiempos antiguos de aislamiento y abandono. La tolerancia, como ha dicho recientemente la Directora General de la UNESCO, Irina Bokov:”no es el relativismo o la indiferencia. Es un compromiso diario para buscar, en nuestra diversidad, los vínculos que unen a la humanidad”. Personalmente, también pienso que la promoción del espíritu de la justicia y la tolerancia, han de alimentar los múltiples programas educativos mundiales. Tenemos que retomar, entre todos, estos mensajes y ponerlos como referencia y referente de las políticas públicas, en los discursos oficiales y en los comportamientos cotidianos del día a día. A propósito, me viene a la memoria lo dicho por el Papa Francisco, con motivo del jubileo de las personas socialmente excluidas (13 de noviembre): “Cuando hablamos de exclusión, vienen rápido a la mente personas concretas; no cosas inútiles, sino personas valiosas. La persona humana, colocada por Dios en la cumbre de la creación, es a menudo descartada, porque se prefieren las cosas que pasan. Y esto es inaceptable, porque el hombre es el bien más valioso a los ojos de Dios. Y es grave que nos acostumbremos a este tipo de descarte; es para preocuparse, cuando se adormece la conciencia y no se presta atención al hermano que sufre junto a nosotros o a los graves problemas del mundo, que se convierten solamente en una cantinela ya oída en los titulares de los telediarios”. Sin duda, tenemos falta de sintonía, de sintonizarnos unos a otros mucho más. Tenemos que echarle más imaginación.
A mi juicio, para empezar, es vital que la ética reencuentre su espacio en las finanzas y los mercados se pongan al servicio de los intereses de los pueblos y del bien colectivo; pero, también, es fundamental que todos nos reencontremos con nuestra propia historia humana de manera comprensiva, máxime cuando crecen tantas amenazas de desconexión como instrumento de dominio y de atropello político. Esta tremenda realidad de un mundo tan injusto, enredado en contradicciones permanentes, debiera enmendarse más y no permitir que las fuerzas negativas de la venganza y el rencor tomen la delantera a la justicia. Así no se construye un mundo más humano. Hace falta introducir en el ámbito de las relaciones, un espíritu más considerado con nuestro análogo. Ojalá Europa, que supo cimentar una vía democrática y equilibrada hacia la paz, la justicia y el desarrollo sobre la base de una fuerte clase media, acierte a continuar expandiendo oportunidades de empleo decente y productivo para todos, en un entorno sostenible. La cuestión, por tanto, no radica en encerrarnos, sino en abrirnos a la cooperación y colaboración de unos y de otros. Sólo así podremos converger y cohesionar socialmente.