La mentira

Por Virginia Castro – Ella era preciosa, debe serlo todavía, hace tantos años que no la vemos. Medía como quince centímetros más que la más alta del grado, era flaca pero su cuerpo ya iba tomando las formas de una mujer. Tenía el pelo color cobre, oscuro, y la piel dorada. Y unos ojos verdes tan grandes como inconfundibles. La conocimos cuando estábamos en séptimo grado, en ese momento no supimos por qué la habían cambiado de escuela. Para nosotros era una desconocida. No era nuestra amiga, apenas nos dijo su nombre el primer día de clase y nosotros insistíamos en que nos dijera su segundo nombre y ya cansada de nuestras preguntas dijo que no tenía, que era una costumbre de su familia que las personas tuvieran un solo nombre. Era raro para quienes llevábamos media vida juntos en esa escuela y ya conocíamos padres, hermanos, abuelos y tíos de cada uno.

Después de las vacaciones de invierno trajo chocolates para todos los compañeros, había ido sola a Bariloche con su padre. Y recién ahí nos enteramos de que no tenía hermanos ni madre. Ella dijo que no tenía madre y el día que faltó porque tenía anginas una de las maestras nos contó que sí tenía madre pero que no le preguntáramos porque le había pasado algo muy feo, algo de los mayores. Nada feo nos podíamos imaginar si nos había traído chocolate de Bariloche y nosotros recién estábamos por soñar con conocer ese lugar cuando termináramos la secundaria. Cada uno llegó a su casa con la novedad y cada padre dijo que le hiciéramos caso a la maestra.

Cuando estaban por terminar las clases el padre dijo que la había cambiado de escuela porque nosotros estábamos en la única que no tenía que rendir examen de ingreso para ir al colegio secundario. Vivíamos en la luna, jamás habíamos escuchado hablar de rendir un examen para eso, si lo único que teníamos que hacer era entrar por la otra puerta y cambiaríamos de patio. Los doce años de la década del sesenta eran así, las decisiones las tomaban los adultos y los chicos no participábamos en nada, acatábamos las órdenes y listo. Nos resultaba tan fácil que nos dieran todo solucionado que todavía ni se nos había ocurrido que podíamos cuestionar a nuestros padres.

Aunque las maestras y nuestros padres quisieron ocultar la historia para evitarse tener que explicarnos y pasar un mal rato, la tía de uno de los chicos fue al negocio de una amiga que vendía ropa en Buenos Aires y la nueva empleada era igual a nuestra compañera pero con veinte o treinta años más, enseguida pensó que era imposible que esa no fuera la madre de la chica. Y quiso averiguar.

Por supuesto que se hizo la tonta frente a la mujer y ya en la casa de su amiga le preguntó de dónde había sacado esa empleada porque su sobrino tenía una compañerita en la escuela que era idéntica pero decía que no tenía madre. Y las maestras, en reunión de padres, habían contado algo que no querían que supieran los chicos.

La amiga le dijo que sería la hija que estaba buscando hacía seis años y prefería que hablara con ella para que cada una aportara lo que sabía de la historia. Enseguida la llamó por teléfono y le dijo que la necesitaba en su casa.

De inmediato llegó la mujer que pensó que la llamaba para marcar mercadería de la nueva temporada y quería hacer buena letra porque hacía solo seis meses que había conseguido ese trabajo. Se inquietó al no ver bolsas de ropa sino la mesa lista para servirle un café y no disimuló su cara de asombro.

Obedeció la invitación a sentarse y la dueña del negocio le dijo que las iba a dejar para que conversaran a solas porque creía que podrían ayudarla a encontrar a su hija. La charla no fue eterna, el parecido era indiscutible, la mujer le contó que no estaban casados y el hombre se había llevado a la nena a los seis años, al enterarse que ella quería dejarlo, y cada año se mudaban de ciudad y les perdía el rastro. Le dijo a la hija que la madre la había abandonado y que tenía que decir que había muerto para que no se burlaran de ella.