Por Irene Johanson * – Hacía muchos años que los tres reyes subían a su torre, cada uno a sus horas. Su anhelo por ver la estrella crecía día tras día porque veían cómo las tinieblas
rodeaban más y más densamente la Tierra.
Un día el rey Gaspar subió a la torre con el corazón triste para contemplar la puesta del
sol. Entonces se encontró con un niño que llevaba una flor blanca en la mano, que le sonrió
y le dijo: «Rey Gaspar, pareces muy triste. ¿Es porque se acerca el invierno y ya no habrá más flores? Te regalo la última flor que pude encontrar. Te permitirá recordar que donde todo
está gris y marchito, pronto florecerá de nuevo».
El rey Gaspar cogió la flor de la mano del niño y, súbitamente se sintió tan feliz como si
no hubiera recibido sólo una florecilla sino todo el jardín del Paraíso. Se inclinó hacia el niño,
le abrazó y el dio las gracias. Luego, le dio la mano y juntos subieron a la torre.
Justo, cuando salieron a la plataforma, empezó a ponerse el sol y, en los colores del
cielo del anochecer, ascendió una estrella radiante sobre el horizonte, tan clara y dorada
como el mismísimo sol. «¡Es la nueva estrella!» exclamó el rey Gaspar.
«Ante ella tienen que retroceder las tinieblas que rodean la Tierra, y los hombres
llegarán a amarse de nuevo». Levantó al niño para que pudiera ver mejor la estrella y
estando con él en brazos, saludando a la estrella oyó desde el cielo una voz: «Si no llegáis a
ser como los niños, no podréis seguir la estrella». «Yo quiero seguir la estrella» pensó el rey
Gaspar. «De la misma forma que este niño me regaló una flor perfumada, quiero regalarle al
Niño Dios incienso, que llevará nuestras oraciones al cielo como la fragancia de las flores.
Bajó con el niño de la torre y se preparó para el viaje.
*Cuentos de Adviento y Navidad. La luz en el candil Madrid: Dilema, 2002