Por Virginia Castro – Era la noche de fin de año y esa fue la primera vez que la muchacha iba a cenar a la casa de sus futuros suegros, el novio había demorado la presentación porque -aunque no lo había manifestado sinceramente- tenía miedo de que la chica no cayera bien a sus padres debido a su sencillez.
Ellos eran una familia acomodada en la sociedad y sus parientes vivían en barrios residenciales de Buenos Aires.
Los suegros habían venido al pueblo por cuestiones laborales del hombre. En realidad, era ciudad y la llaman pueblo porque quedaba lejos de la Capital y no se parecía al vecindario del Hotel Alvear al que estaban acostumbrados. Ante los progresos en el trabajo habían decidido anclar y visitar a la familia capitalina los fines de semana para no invitarlos a lo que ellos consideraban “una casa pobre”.
En una charla informal el novio le había comentado esa expresión de su padre y cuando la chica vio lo que ellos decían “casa pobre” pensó que estaba ante un palacio si la comparaba con la casa básica que su padre había construido originalmente: un comedor muy grande con una cocinita y un baño. Luego fueron agregando habitaciones como dormitorios para los hijos y al final construyeron uno para el matrimonio que ya estaba acostumbrado a dormir en un sillón que armaban y desarmaban cada noche en el comedor.
Recién al terminar con las habitaciones el hombre contrató a dos albañiles más prolijos que él para disimular las uniones, agregar detalles de presentación y pintar. La casa había avanzado lentamente porque los hijos estudiaban y el trabajo de los padres no alcanzaba para todo. Terminaron los estudios y la casa terminada parecía un gran proyecto realizado sin añadiduras.
El muchacho no quería ofenderla, pero la previno detallando algunos rasgos de sus padres; destacó la educación y la buena familia de la que provenía su madre y agregó que el padre se había amoldado tanto que al final parecía ser él quien tenía más educación y provenía de una mejor clase social. En realidad, lo que el padre había hecho era dinero y adquirió modales para acompañar ese estado económico que no le era de origen.
La muchacha tampoco había querido ofenderlo -era educada y había estudiado, lo único que no tenía era dinero- pero al conocerlos vio que los modales comprados no eran suficientes porque todos parecían modelos sacados de una revista.
De pronto la novia se vio envuelta en una conversación incómoda con otras dos invitadas, las novias de sus futuros cuñados. El rumor era que cuando la futura suegra iba a la cocina a llevar los platos de la mesa no quería que nadie la ayudara porque en esos viajes tomaba unas copas de vino. Y agregaron la afirmación: “Te avisamos para que no te sorprenda”.
Una cena muy formal, prolija, con un hermoso centro de mesa y cubiertos para cada plato que se cambiaba, con copas y con servilletas de tela como las que usaban en la casa de su abuela materna que se resistía a la nueva costumbre de usar en la mesa algo “parecido” al papel higiénico. Era tan fea la imagen que les había dado, que tanto ella como sus hermanos y sus primos no usaban servilletas de papel.
La mujer se había mostrado más amable con ella que con las otras invitadas, era insistente al momento de servirle más comida y la chica la rechazaba imitando un poco la conducta del resto.
Cuando la mujer tuvo que llevar los platos a la cocina le pidió ayuda y la nueva invitada accedió con gusto. Comprobó que no era verdad lo que le habían comentado. La mujer en la cocina no tomaba, comía. Dijo estar cansada de que su marido impusiera porciones mínimas porque si ella se quedaba con hambre en su mesa, los invitados también.
Compartieron algo de comida sentadas en la cocina y la mujer agradeció que se integrara a la familia porque la hizo recordar la casa de sus abuelos donde nadie servía platos pequeños, cada uno se servía de la fuente lo que quería y no tenían exceso de peso porque trabajaban todo el día en el campo.