Por Claudio Valerio – Querida amiga. Y porque trato de comprenderte, decido escribirte… ¡Qué agobio te producen estos difíciles años de crecimiento personal, de madurez! Piensa, positivamente claro, que no sólo es una cifra en años, es también un estado del alma. Es un cambio en la forma de ver las cosas; ya que, de los ojos acostumbrados a iluminarse de esperanza, a soñar con bellas promesas, a divisar horizontes amplios, ahora empezarán a retroceder, a mirar hacia atrás a lo poco que se ha hecho, a las advertencias de la naturaleza que nos limitan en nuestro actuar. Es tomar consciencia que, de la cima de un camino, se comienza el descenso con relativa rapidez, con mucho temor y con muchas realidades amargas. En otras palabras, con asombrosa lucidez comenzamos a ver el declive, el cambio inexorable; y es porque el pasar de los años nos hace declinar a muchos de nuestros atributos básicos, quitando muchas de nuestras vanidades.
Aprendamos a asimilar los cambios, a darles estabilidad y encontrar la belleza de ellos. Es la última etapa de una vida realizada plena y satisfactoriamente; es la última capa de la corteza de un tronco que, ya con muchos años, va viviendo.
Estos son tiempos difíciles, una época signada por evoluciones permanentes para la que debemos de estar preparados, en los cuales los nervios se nos alterarán y, con frecuencia, habrá un cierto desequilibrio emocional.
No podremos soñar como lo hacíamos antes, con aquella ilusionada visión de futuro, ni tampoco podemos lucirnos. Es una época de compensación, en donde a la soledad se la puede sustituir con un alma fogosa y, también, con ternura. Es descubrir los alicientes de la vida con una mayor intimidad personal y con poco interés por lo nuevo; es buscar, a partir de la comprensión espiritual, la unión de uno en el otro. La pareja se conoce tanto que está más callada y menos dispuesta a buscar ideales. Los hijos tienen juventud, crecen sanos y llenos de amor. La preparación de ellos para hacer frente a la vida se va concretando de manera fructífera.
En la pareja, la relación de fuerzas, de motivos, en el correr de unos pocos años, se han visto invertidas en logros, en una vida que se ha ido transformando de un modo bien perceptible. Y, para encontrar nivelación y equilibrio, resulta necesaria una dirección espiritual y emocional para, así, conseguir un nuevo movimiento de valorización personal.
A nuestras parejas hay que cuidarlas; porque con ellas hemos luchado y sufrido en el día a día; y también con ellas hemos creado situaciones placenteras. Por igual se han conseguido triunfo, penurias y cicatrices por igual. Sí, con sólo mirarse uno en el otro, se pueden sentir satisfechos. Toda vida dupla tiene recuerdos dulces y, también, amargos, todos asimilados y amasados juntos en el alma de cada uno; también remembranza de una gran emoción, de algún que otro acto generoso, de un heroico momento de salvataje; que llenan de luz a todos los jugos de la existencia. Porque, con el recorrido realizado a lo largo del camino, nos hemos hecho de una sola pieza.
Hay que asomarse a la vida más que con temor, con fe; más que con lágrimas, con serenidad; más que con resentimiento, con amor. No miremos con envidia a los que empiezan, sino con una enorme gratitud por los que, como nosotros, tienen la posibilidad determinarla, y bien.
Degustemos todos los sabores que nos brinda la vida y procuremos descubrir las mieles que, a través de todas las etapas, ella nos ha dado… Y no volvamos los ojos atrás.