Por Virginia Castro – Ella dijo que esa mañana no quería ir a la playa; prefería quedarse tapada hasta la cabeza, disfrutando del calorcito que le daría un mix de aire acondicionado y cobertor extra. El hombre insistió tironeando de las sábanas y ella aseguró que si la destapaba, lo mataría… a besos. Pero él no se daba por vencido y repitió unas cuantas veces que si habían hecho tantos kilómetros para pasar esa media semanita de vacaciones entre fiestas, no era lógico que se quedaran encerrados en un hotel a pocos metros del mar.
La mujer estaba a punto de dejarse convencer cuando miró de reojo la televisión para saber la temperatura y vio que decía ocho grados. Ni un segundo demoró en volver a taparse y decirle que mirara esa temperatura ya que necesitaba asegurarse de que no fuese un canal de Tierra del Fuego porque en la costa de Buenos Aires no debería hacer frío en un verano recién nacido. Con esas noticias, él ya no tuvo argumentos para sacarla de la cama y dijo que iría a comprar el diario y pediría si podían llevarles el desayuno a la habitación. “Un gran desayuno”, agregó, mientras le guiñaba un ojo.
En realidad lo que quería era ir de una escapada hasta el mar, respirar la brisa fría como si fuera invierno, volver a subir el cierre de la campera hasta el tope, ponerse la capucha y hacer corriendo ese corto camino de regreso. Sabía que ella seguiría durmiendo, la despertaría para tomar el desayuno; él podría desabrigarse, leer tranquilo el diario y esperar que les llevaran la gran bandeja cargada de manjares.
Tal vez alargó demasiado lo que se había prometido como un corto paseo, porque al llegar al hotel ya tenían el desayuno listo para entregar en la habitación y pensó que por suerte estuvo a tiempo y pudo recibirlo sin que llamaran a la puerta. Entrecerró los ojos y en silencio se dijo que la agasajaría con esas exquisiteces en una mesa bien puesta. A ella le encantaba el detalle de flores en el florero, como al descuido -nada de centros de mesa o adornos elaborados- y las fresias que tenía a la vista serían sus aliadas para complacerla.
Ya estaba resignado a no desayunar junto al mar y mirarlo desde la habitación por lo menos hasta la tarde. Esperaba salir si el clima ayudaba. Igualmente la despertó y le dijo que se abrigara porque abriría la ventana para respirar la fresca brisa marina. Poco duró el respiro porque a la media hora la brisa fue un viento que casi los tira al piso.
Cerraron los vidrios, miraron el mar y volvieron a la cama a encontrarse como dijeron necesitarse en los últimos días que los habían tenido cubiertos de obligaciones laborales y sociales. Querían estar tres días juntos, solos, lejos, olvidar horarios, mojarse los pies al caminar por la playa, disfrutar del sol, comer y dormir a deshora, leer los diarios, salir a correr, respirar un aire diferente al de la ciudad y encontrarse otra vez, quererse, gustarse.
La tormenta fue incesante, peligrosa, durante esos tres días seguidos; fue tan brava que recomendaban no salir del hotel. Fue un alivio que les preparasen buenos desayunos aunque no habían pedido incluirlos porque preferían salir para ir a los bares de la playa. También tuvieron meriendas y les ofrecieron acercarles a la habitación comida de un buen lugar cercano al hotel. Todo lo que les propusieron antes y ellos descartaron, tuvieron que agregarlo. Tenían comidas, gimnasio y solo lamentaron que el hotel no tenía piscina. Los trajes de baño viajaron de gusto.