Por Claudio Valerio – Dos hombres, que por mucho tiempo habían sido amigos, se volvieron enemigos por un insignificante desentendimiento.
Uno de ellos estaba mucho enfermo, con riesgo de muerte. El otro le vino visitar, creyendo que era su deber, por los viejos tiempos. El hombre enfermo, queriendose disculpar, dijo: “Yo lo siento por todas las cosas indebidas y malas que te dije”. El otro, habló que aceptaba su pedido de disculpas y que deberían olvidar el asunto. El hombre enfermo añadió: “Eso es apenas en el caso de que yo muera.”
Muchas veces actuamos de forma semejante. Guardamos amarguras, alimentamos resentimientos, estropeamos nuestra vida y permitimos que la infelicidad nos acompañe por largo tiempo, simplemente porque no somos capaces de amar, de perdonar, de olvidar.
Cuántas cosas maravillosas podríamos guardar en nuestros recuerdos: la sonrisa de un niño a quien extendemos la mano, la gratitud de un amigo a quien auxiliamos en una hora difícil, el abrazo de un vecino a quien demostramos solidaridad, el reconocimiento de un enemigo a quien perdonamos, y olvidamos, un agravio. Las remembranzas de tales acontecimientos llenarán nuestra alma de regocijo, nuestro corazón de gran goce, nuestros días de verdadera
dicha.
Cuando nuestros recuerdos archivan resentimientos, indignación, deseos de venganza o cosas semejantes, no somos capaces de ver el sol brillar, de ver el balancear de los follajes por la acción de una brisa agradable, de oír los pájaros cantando bellas melodías. Nuestros días te tornan tristes, nuestras esperanzas fracasadas, nuestros sueños muertos.
Los buenos recuerdos alegran el corazón y eso es un remedio indispensable para una vida abundante y victoriosa delante de Dios.






