Por Virginia Castro – El tipo hacía rato que le tenía ganas a la piba. Ella siempre había sido correcta en su trabajo y cortante en el trato para hacerle notar que la relación no iba más allá de lo laboral. Y siempre pensaba: “A veces los que tienen plata creen que pueden comprarse el mundo”. Cada vez que necesitaba algo para su empresa, en lugar de mandar al encargado o hacerlo por teléfono, iba personalmente y llevaba flores, bombones o masas finas para todas las chicas. Las demás se desvivían por atender a un cliente tan importante y generoso y él no disimulaba al ofrecer el mejor regalo a quien en lugar de llamar por su nombre le decía “Niña”. Ella le agradecía y lo dejaba a un costado o se lo daba a otra de las chicas, sin abrir, para demostrar su indiferencia ante esos presentes.
A través de algunos contactos el tipo averiguó que la chica cumplía años en la primera semana de agosto y le mandó un gran regalo para el día del niño como si no supiera que era su cumpleaños. Aunque no lo llevó personalmente, era muy obvio el origen ya que una gran tarjeta decía “Feliz día, Niña”. Era una torta como de diez kilos.
Un hombre llegó el día del cumpleaños de la chica, era el viernes a última hora, ella había quedado sola ordenando algunas cosas del festejo con sus compañeras y la última se había ido hacía cinco minutos. Era un mensajero en una camioneta que decía “Empresa de encomiendas” sin otra identificación. La chica temió que fuera un robo. Pensó: “Ay, justo el día de mi cumpleaños, no me puede pasar esto, y se encomendó a Dios”.
Un muchacho bastante corpulento bajó una mesita con ruedas y, sobre ella, la torta. Le dijo para quién era la entrega y ella contestó que era la persona que buscaba, él pidió que firmara un remito y le preguntó en qué lugar podía dejar el envío porque debía llevarse la mesita de vuelta.
La chica lo miró un poco desconcertada al principio y le dijo que lo dejara en el escritorio cercano a la puerta porque no sabía cómo haría para llevar semejante torta ya que no podía dejarla ahí hasta el lunes porque se echaría a perder. El hombre dijo que podría brindarle el servicio de entrega de su empresa hasta el domicilio que ella le indicara.
Ella le preguntó si podía esperar un momento y el hombre dijo que sí. Se quedó al lado de la puerta, pero la escuchó hablar por teléfono con su madre y contarle lo que había recibido. Entre los detalles de la entrega mencionó que si su novio se enteraba seguramente se enojaría porque era un regalo muy costoso y muy personal, y además no sabía cómo el tipo se enteró de su cumpleaños porque era obvio que no era por el día del niño. La madre le contestó que en lugar de preocuparse por el novio, pensara en lo que iba a decir el padre si aparecía con eso en la casa. La chica le dijo: “¿Qué hago, lo devuelvo?” y la madre le preguntó si era una torta de varios pisos o solo un gran piso y respondió que era de tres pisos.
Faltaban dos días para el día del niño.
La madre dijo que hiciera llevar la torta con ese mensajero hasta la casa y agregó que ella fuera en taxi, que no se le ocurriera subir a la camioneta porque “con las cosas que pasan, uno nunca sabe”.
Como la chica llegó primero, la mujer le dijo que hubiera venido a la par porque el mensajero podría irse con la torta ya que le había firmado el recibo. A los cinco minutos el hombre llegó, bajó la torta y se llevó la mesita.
Cuando la mujer vio la torta se le hizo agua la boca y dijo que la podrían mandar al comedor de la iglesia de un barrio cercano, como donación por el día del niño, pero sacarían solo un piso para ellos. Así el resto de la familia no podría ver el tamaño y nadie sospecharía que había sido un obsequio de un cliente y admirador de la muchacha. Luego la decorarían para que no se notara la poda. Esa noche la familia murió por envenenamiento y dos pisos de torta se eternizaron en la heladera del quincho.