Vueltas de la vida

Por Virginia Castro – Era raro que preguntara: “¿Puedo ir a tu casa?”, porque siempre pasaba a buscarla o se encontraban en otro lado. Dijo que tenía poco tiempo y prefería quedarse ahí para evitar demoras. Y agregó: “Quiero estar con vos y sin perder un minuto”.

La mujer accedió y le aclaró que no le gustaría que esa modalidad se le hiciera costumbre: “Hoy podemos estar en mi casa porque me quedo sola hasta mañana, no quiero que vaya a llegar mi hijo y te encuentre acá”.

El hombre dijo que el muchacho ya era grande para saber que ella tenía novio y la mujer soltó una carcajada que retumbó en su oído del otro lado del teléfono. Al preguntar el motivo de la risa dijo que le causaba gracia la palabra “novio” en una relación con idas y vueltas durante veinticinco años

Casi no la dejó terminar esa frase que ella dijo conservando la sonrisa y empezó su monólogo: “Parece que te olvidás que es la primera vez que podríamos decirle al mundo que somos novios, ahora que sos viuda y yo estoy divorciado, ahora que somos libres como cuando éramos jóvenes y solteros como cuando no quisiste irte conmigo al sur; yo entiendo que eras muy piba para dejar tu casa y tenemos hoy la misma gran diferencia de años pero se nota menos; me costó pero entendí que no te animaste a decirle a tu viejo que querías dejar el magisterio para irte a trabajar de mucama a un hotel en el que yo sería conserje. Pero ese tiempo ya pasó y estamos en el hoy y creo que ya es hora de blanquear nuestra relación”.

Ella intentó interrumpirlo y él siguió, casi sin respirar: “Pensás que yo hubiera vuelto a vivir acá si no fuera por vos; pensás que cada una de las veces que venía con la excusa de pasar las fiestas con mis hermanos no era para verte; pensás que no fue una locura para mí saber que irías al viaje de egresados con tu hijo y que iba a poder verte una semana entera en mi hotel; pensás que no sufrí porque estuvimos apenas una siesta y la noche en que los pibes se fueron a bailar porque no te perdiste ni una excursión mientras yo quedaba con la cara larga”. Ella dijo que le contestaría cuando se vieran personalmente y se quedó llorando en silencio.

El hombre llegó al horario exacto que le había prometido y dijo que tenía solo una hora para estar con ella; que mejor olvidara lo dicho para no perder tiempo hablando porque había traído muchas caricias para darle, caricias que había guardado en los últimos diez días porque no se habían visto.

Sin embargo, ella estaba decidida a hablar y habló. Era la hora de su monólogo: “Es cierto que no me animé a irme porque era muy joven, pero jamás pude olvidarte, aunque lo hubiese querido. Me casé a los pocos meses, pero no me enamoré de otro, sino que otro se enamoró de mí, al punto de aceptarme embarazada, porque me enteré a la semana de conocerlo y él ni siquiera me había dado un beso cuando se lo dije. Aceptó mi hijo, que es tu hijo, como propio, para evitar el infierno grande en este pueblo tan chico. Imaginate lo que hubiese sido para mis padres… Nadie sabía que éramos novios, te fuiste a trabajar al sur y yo decidí quedarme acá, no jugarme por ese amor que aún siento, sin saber que esperaba un hijo tuyo. No sabés lo que lloré esa primera Navidad que viniste a ver a tu familia y nadie supo que eras el padre de mi hijo. Mi marido aceptó no saber quién eras desde que me conoció hasta el día de su muerte, tampoco le dije que volvimos a vernos, ni siquiera cuando fui a Bariloche, y me juró que nadie sabría por él la verdad de la situación. Y así fue. Solo él y yo lo supimos hasta hoy”.

El hombre enmudeció. Quiso enojarse con ella, con el hombre que tomó su lugar, con la vida que lo llevó a casarse con una mujer que no pudo tener hijos… Pero decidió tomar la mejor parte de la historia y pedirle que se casara con él y que “solamente” si ella se lo permitía quisiera decirle a su hijo que era el padre. Ella entendió que ya era hora de decir que sí a todo, ya sin lágrimas.