La pandemia potenció los modos de trabajo remotos y las aguas se dividieron entre defensores del home office y de la presencialidad. La intensificación de las tareas y la extensión de la jornada fue notoria, pero todo parecía justificarse porque “se podía trabajar en pijama y pantuflas”. ¿Cómo evolucionará esta modalidad? ¿El teletrabajo llegó para quedarse?
Hace 40 años, Charly García describió el teletrabajo y lo que muchos trabajadores y trabajadoras iban a vivir durante la pandemia: “Yendo de la cama al living sientes el encierro”, decía. Y es que los livings y cocinas se transformaron en co-workings y oficinas porque, en ese tiempo, el hogar era el único ámbito en que la población podía desarrollar sus actividades personales y laborales.
En algunos discursos sociales, esta modalidad de trabajo -que no es nueva, pero que se vio potenciada por el aislamiento social y obligatorio- suele tener una visión positiva. Sin embargo, ¿es realmente tan idílico el teletrabajo? Según un relevamiento realizado por un equipo de investigación del CONICET, esta ruptura con los modos tradicionales presenta varias contradicciones entre beneficios y sacrificios que realizan los trabajadores y las empresas.
“Durante la pandemia, los empleados intensificaron sus tareas y se dio una extensión ad infinitum de la jornada laboral, hecho que fue muy notorio y produjo una cantidad de problemas físicos, psíquicos y psicológicos múltiples”, alerta la doctora Nuria Giniger, investigadora en el Centro de Estudios e Investigaciones Laborales (CEIL-CONICET) y autora del trabajo.
“Este continuado de trabajo en el ámbito doméstico, sumado al poco tiempo de ocio y a la permanencia en actividad laboral, generó desde problemas de sedentarismo, en la postura, los tendones, la vista o las cervicales, hasta problemas familiares, estrés por hacinamiento o problemas de conectividad, entre otros”, detalla la especialista en estudios del trabajo, a la vez que plantea que “las empresas no se hicieron cargo de este padecimiento que es propio del espacio laboral”.
En contraposición, muchos otros discursos alegan que esta modalidad “aumenta la calidad de vida”. “Esta idea -explica Giniger- se enmarca dentro del ideario neoliberal, cuya utopía es el emprendedorismo, proceder sin supervisión, trabajar desde cualquier parte del mundo y ser el propio jefe. La gente destaca aspectos como que ‘se trabaja en pantuflas’ y ‘no hay que esperar el colectivo’, por mencionar algunos”.
Lo cierto es que, como señala la investigadora, la masificación desordenada, forzosa y sorpresiva del teletrabajo implicó, también, un aprendizaje a contrarreloj. La falta de regulaciones fue una de los principales reclamos que surgieron. “A partir de los cientos de comentarios acerca de que los jefes se comunicaban a cualquier hora solicitando tareas, se empezó a hablar del ‘derecho de desconexión’, lo que llevó a que se presentara un proyecto de ley que regulase esta nueva modalidad”, recuerda Giniger, en diálogo con la Agencia CTyS-UNLaM.
“Lo que antes era ‘ir al trabajo’ ahora puede reducirse a ‘agarro el celular en la mesita de luz ni bien abro los ojos’. Afortunadamente, se logró que se extienda el conjunto de derechos laborales de los trabajadores y trabajadoras a las situaciones de teletrabajo. Sin este marco, el empleado estaba a la merced, aunque la relación laboral que se establece con el teletrabajo no escapa a las regulaciones existentes”, subraya la especialista.
Un punto pendiente gira en torno a las condiciones de infraestructura y recursos. “Los elementos para una migración masiva al teletrabajo no fueron ni son óptimos y la mayoría de las empresas u organismos no se hacen cargo de los instrumentos de trabajo, cuyo mantenimiento corre por parte de los trabajadores. No debería naturalizarse esta condición de propiedad, así como tampoco los gastos corrientes de los hogares que, durante el tiempo de trabajo, corrían por parte del empleador y hoy se trasladaron a los empleados”, señala.
El sesgo de género, presente
Para las mujeres, este cambio de modalidad presentó, además, una enorme intensificación de las tareas domésticas y la superposición de estos trabajos con las propias del empleo remunerado. “En muchos textos, esta idea aparece como ‘la doble jornada’ que se suma a las desigualdades salariales y la invisibilización de las mujeres en el mundo laboral”, especifica la investigadora del CONICET.
“Hoy, las mujeres que cuidan chicos y tienen que teletrabajar se despiertan de madrugada, retrasan el momento de dormir o se levantan antes que el resto de los miembros de la familia para poder cumplir con sus obligaciones laborales o realizar el trabajo doméstico. Además, privilegian el teletrabajo de sus parejas -cuando las hay- ocupándose del trabajo doméstico y de cuidado”, indica Giniger.
“Esto -agrega- genera un enorme estrés, especialmente por la precariedad de los instrumentos de teletrabajo de la mayoría de los hogares, la profundización de la brecha digital y las condiciones pésimas de espacio que tienen las viviendas”.
Giniger destaca que, si bien “parece que hay cuestiones que sin lugar a dudas llegaron para quedarse, aún hay mucho por lo que trabajar en los próximos años”. “Hay aspectos, no necesariamente del trabajo remoto sincrónico, sino en tipos de modalidades mixtas que ya están incorporados en procesos híbridos y los naturalizamos. Quizás no se aplican en el mismo sentido que en pandemia, pero sin duda hay aspectos que aparecieron de esta experiencia vital y laboral que se dio durante el aislamiento y que se van a poner en disputa en los años venideros”, concluye la investigadora.
Magalí de Diego (Agencia CTyS-UNLaM) –