Disfrutar la espera

Por Virginia Castro – Llegué dos minutos después de las doce y el restaurant había cambiado el horario de apertura para las doce y media.

Había en la vereda un grupo de personas, serían quince y no estaban de muy buen humor. Hablaban fuerte para expresar su disconformidad por el cambio de horario e incrementaban su queja con quien había hecho la reserva omitiendo preguntar ese detalle. Fue inútil decir que quien tomó la reserva debía informar el cambio.

Me acerqué al grupo y procuré pasar desapercibido por si alguien me veía ahí parado, solo. Quise aparentar estar con ellos para disimular que me habían dejado de seña.

En realidad, no me habían dejado definitivamente plantado sino que cuando recibí el mensaje de que ella estaba demorada por el tránsito lo primero que se me ocurrió fue mezclarme con la gente que estaba en mi misma situación de esperar en la vereda.

Justo ese día me sentí aún más cansado de esperarla siempre: a veces por su marido; otras, por sus hijos; por su trabajo o porque tenía ocupaciones fuera de lo laboral y familiar, como si le sobrara el tiempo… Mis horarios se amoldaban a los de ella; mi trabajo se hacía en función de nuestros encuentros y no disfrutaba de la espera; bueno, mi soltería es un buen ingrediente para este caso.

Un mozo tuvo la gentileza de avisarnos que podíamos entrar y quedé expuesto: quince en un lado y yo en otro, solo. Una copa de vino, una de agua y otras dos copas vacías que se reían de mi espera.

De pronto comprendí la situación que atraviesa a mujeres que viven una relación similar con un hombre. Quien lo ve de afuera dirá que fue una elección enamorarse de quien ya estaba acompañado; sin embargo, no fue elegido por mí: cuando quise acordar, mi libertad se había perdido tras una mujer en cuya vida había “compromisos contraídos con anterioridad”. Y es imposible vivir la vida como si fuera una invitación en la que se pueden justificar las ausencias por esos compromisos.

Por todo eso tal vez el primer sentimiento es el enojo y luego viene la razón, la comprensión hacia ella, porque siento que está en un aprieto, como varios hombres que conozco y quedan entre dos mujeres y les cuesta separarse para empezar con un nuevo amor.

La comprensión dura unos minutos hasta que quiero que se quede solamente conmigo. Y ella dice que no puede porque los hijos aún son chicos y deben estar con la madre y el padre. Ella no entiende cuando le digo que tal vez los hijos estarían bien y serían felices si los padres pudieran separarse y transmitirles que son felices, aunque no estén juntos.

Sé que no puedo obligarla y siento que pasarán años hasta que llegue una resolución acorde a nuestros deseos de convivir. Sé que no puedo obligarla a que deje a sus hijos y por eso le dije que quisiera que se separe del marido para vivir con ella y sus hijos.

Y mientras mi cabeza y mi corazón se parecían a un enjambre de latidos y zumbidos paralelos… la vi llegar. Y todo, absolutamente todo mi enojo quedó en el olvido. Si me bastaba mirarla para saber que me amaba y su sonrisa me alcanzaba para ver el reflejo de la felicidad, no sé por qué me preocupaba en lugar de disfrutar la espera de esa primera vez en que me llamó y dijo que quería ir a almorzar.

Ella me besó en la mejilla, como siempre. Y me tomó de la mano por arriba de la mesa, como nunca.

Mi sorpresa fue grande ante ese gesto, pero más lo fue ante sus palabras: “Me separé de mi marido, pacíficamente, él va a ir a vivir al departamento en el que aún tenemos inquilinos, pero se van a fin de mes, y yo me quedo en casa, con los chicos”. Y agregó que llevarían a cabo la separación, en que la que ya hacía tiempo convivían, para sincerarse con los hijos y enfrentarlo como familia.

Sin soltarle la mano le quise expresar mi alegría y mi emoción, pero solamente pude preguntar: “¿Y nosotros dos?”, y ella dijo: “Nosotros, veremos cómo seguir hasta que podamos vivir juntos. Y te aclaro que ya no somos dos, somos tres”.