Por Daniel Armando Vogel – Hola buen día, buen domingo. Esta semana, el Vaticano sorprendió al mundo anunciando, tras solo 24 horas de intensos debates en el cónclave, la elección de León XIV como nuevo Papa. Robert Francis Prevost, nacido en Chicago y nacionalizado peruano, lo marca un hito al convertirse en el primer pontífice de origen estadounidense. Su trayectoria —con décadas de servicio pastoral en Perú, destacándose su etapa como obispo de Chiclayo— y su firme compromiso con una Iglesia cercana a las comunidades, presagian un papado que probablemente continuará las reformas iniciadas por el Papa Francisco, centradas en la defensa de los más necesitados.
Diversos informes sugieren que la designación de Prevost responde, en parte, a la estrecha relación que mantuvo con Francisco. Se cuenta que, desde sus primeros encuentros en Buenos Aires, cuando Jorge Bergoglio aún era arzobispo, se dice que ambos forjaron una amistad cimentada en una visión común: una Iglesia humilde, abierta y comprometida socialmente. Los roles estratégicos que desempeñó, como prefecto de los Obispos y presidente de la Pontificia Comisión para América Latina, evidencian la confianza depositada en él, interpretándose su nombramiento como una señal de continuidad de nuestro papa argentino fallecido, tanto en lo doctrinal como humanitaria.
Mientras en Roma se celebra un cambio que evoca nuevos tiempos religiosos y de armonía, en el escenario político argentino la atmósfera es marcadamente distinta. Recientemente, el Senado debatió la Ley Ficha Limpia, una iniciativa destinada a inhabilitar a quienes han sido condenados en segunda instancia por delitos como corrupción, infracciones contra la administración pública o violencia de género para ocupar cargos electivos. La sesión crítica, efectuada el 7 de mayo, terminó con la posibilidad de una ley a un voto de alcanzar la mayoría necesaria, situación que, de haber sido aprobada, podría haber alterado el escenario político y afectado futuras candidaturas, incluidas las de figuras como Cristina Kirchner.
En paralelo a esta disputa legislativa, se ha levantado una inquietante ola de intimidación contra el periodismo. Se denuncian acciones judiciales de vía penal —en lugar de optar por mecanismos civiles— dirigidas a periodistas, en un contexto en el que comunicadores cercanos al ejecutivo han contribuido a generar un clima de hostigamiento “presidente meta preso a los periodistas” se disparó. Declaraciones que incentivan el “odio” hacia los comunicadores se suceden a medida que se intensifican los ataques, tanto directos como indirectos, por parte de trolls organizados y funcionarios afines al oficialismo. Este ambiente represivo no solo amenaza la libertad de prensa, sino que también debilita uno de los pilares esenciales de la democracia.
Frente a tal escenario, resulta inevitable evocar la icónica frase atribuida a Voltaire: “Estoy en desacuerdo con lo que dices, pero defenderé hasta la muerte tu derecho a decirlo”. Aunque de origen no co9mprobado, esta máxima encarna el espíritu de una sociedad que debe proteger intransigentemente el derecho a disentir, aun cuando ello incomode al poder establecido. La intolerancia política que se traduce en agresiones tanto legales como digitales contra quienes expresan opiniones disidentes constituye un serio atentado contra la salud democrática de nuestro país, que le pertenece al sobrerano, el ciudadano que tiene derecho a informarse libremente y decidir.
La dualidad que vivimos —por un lado, un cambio papal que promete continuidad en valores humanitarios y, por otro, una política local que tiende hacia la represión de la libertad de expresión— invita a una reflexión profunda. Es imperativo que, en tanto celebramos renovaciones en la esfera espiritual, no descuidemos la defensa de nuestros derechos fundamentales, recordando que una prensa libre es la salvaguarda primordial de cualquier sociedad democrática.
Que tenga una buena semana.
AL QUE LE QUEPA EL SAYO…