Lazos entre madre e hija

Por Virginia Castro – Una noche de invierno, de las que invitan a acurrucarse en la cocina colmada de perfumes apetitosos, ella metía el pan en la olla que contenía el hervor de esa salsa colorada que solo las madres saben hacer inigualable a la de otra madre. La niña entonces tendría apenas siete años y recibió un reto por atrevida, pero no escarmentó.

A los quince años seguía acentuando sin reparos el gran conflicto que perduraba desde su infancia y se sumaban las discusiones por los temas comunes de esa relación en el marco de la adolescencia. La madre sabía que esas discusiones no las conducirían a nada y por eso cerraba cada una con el famoso dicho: “Si nunca me hiciste caso ni en dejar de meter el pan en la olla… por qué me vas a obedecer en cosas más importantes”. Al final, las dos terminaban riendo y abrazadas porque ya no era el pan sino la cuchara en las salsas maternas.

Un día la mujer le dijo que ya estaba creciendo y tenía que saber que debía que dejar de hacer eso que tanto le gustaba no solo por la molestia que le causaba sino porque un dicho popular -de los que siempre se cumplían- decía que “si comes de la olla, llueve el día de tu casamiento”.

La jovencita no solamente desoyó los retos y las amenazas del azar o las profecías que su madre le anticipaba, sino que siempre le hacía burla con eso y en cada ocasión que tenía, aunque no vivieran en la misma casa, se metía en la cocina para comer la salsa y cualquier otro manjar que se estuviera gestando en esas ollas que seguían siendo objeto de discusiones.

Cuando la muchacha se puso seriamente de novia, pasados los noviecitos adolescentes y los candidatos que cruzaron por su vida para seguir otros caminos; cuando empezó a hablarle a su madre como una adulta, como una igual, pero a la vez pidiéndole consejos; cuando la vida le estaba delineando un futuro cercano junto al hombre con el que mutuamente se habían elegido para seguir el viaje… La madre trajo el dicho y le dijo que la acompañaría en cada decisión, pero no quería escucharla llorar cuando el día de la boda se viniera el cielo abajo por las veces en que había metido panes, dedos y cucharas en las ollas.

La chica dijo que ya tenía bien pagados esos pecados ya que sus gritos aún retumbaban en sus oídos cuando iba caminando para la cocina, aunque no hubiera una olla para hurgar en ella. Y la madre le dijo que no había que enfrentarse con los saberes tradicionales porque podrían jugarle una mala pasada y tener que casarse con paraguas.

Siguieron tomando esos mates cómplices entre madre e hija y entonces la muchacha le recordó que la abuela -su madre- había sido una especialista en derribar mitos tradicionales ya que tenía el largo tapial de su casa estampado con plantas de hortensias y aunque el dicho marcaba que las mujeres que la habitaban nunca se casarían, tanto ella como sus hermanas se habían casado.

Se acercaba la fecha, crecían los anuncios de una fuerte tormenta y la chica se consolaba diciendo que en esa zona eran tormentas de verano, que podía llover a cántaros y al rato estar espléndido. Tenía listo un vestido precioso, de tela vaporosa, espalda escotada y lazos que partían desde la cintura; los novios habían planeado una boda al aire libre en un parque a la orilla de un lago y esperaban que el clima les diera una temperatura agradable como para compartir su día con la naturaleza.

Dos días antes de la boda, en otra tanda de mates, la madre le contó de otro saber popular: “para que no llueva el día del casamiento la novia debe llevar una docena de huevos a un convento para que las religiosas se lo pidan a Santa Clara”. La hija la abrazó y le dijo que sabía el remedio y la había hecho sufrir todos esos años…

Cuando vi las fotos me detuve en una de ellas: el parque elegido, un día espectacular y la novia caminando sola hacia el lago; en su andar la brisa movía el vestido y sus lazos. Iba a agradecerle a la naturaleza que el agua se hubiera quedado en su lugar.