PERROS DE LA INFANCIA

Por Virginia Castro – Según contaba mi madre, a mi padre siempre lo seguía algún perro de la calle y él los invitaba a comer. Ese “siempre” era un poco exagerado porque creo que en realidad fueron cuatro o cinco veces. Y supongo que él no sería totalmente inocente, sino que les daría una muestra de atención o cariño a los animalitos desprotegidos y hambrientos en medio de la noche, porque esos acontecimientos siempre habían sido nocturnos y tardíos.

Cuando mi padre volvía de la fábrica o de trabajar de mozo -que en ese momento era su segundo trabajo y más tarde pasó a ser el primero- entraba al perrito en cuestión y despertaba a mi madre para que le diera de comer. El destino del perro era un banquete, porque no teníamos comida “para perro” así que ella le daba carne de la que teníamos para comer nosotros. Pero, como a Cenicienta, la fiesta duraba un rato y debía volver a su origen, que en esos casos era volver a la calle.

El hecho se repitió varias veces hasta que un día, mejor dicho una noche, mi padre entró a la pieza y el perro entró con él; se subió a la cama con las patas embarradas, era invierno y había llovido. Ella se levantó y con algo de enojo cumplió la misión de siempre: tenía carne picada para hacer albóndigas al día siguiente y le hizo unos bollos que le daba de a uno y no alcanzaban a tocar el suelo porque el perro los atajaba en el aire y los tragaba como si fueran bolitas. Pobre hambriento, quién sabe desde cuándo no comía. El acuerdo era que debía irse y se fue, o sea, lo devolvieron a la calle, con ese frío y las veredas aún mojadas…

A la mañana siguiente, cuando mi padre salió, el perro estaba en la calle debajo de un auto, se había quedado ahí, esperándolo, durmió apenas protegido del frío y cuando lo vio empezó a saltar y hacerle fiesta. Mi padre y el perro entraron a casa otra vez, ambos con la cola entre las patas, a pedir asilo para quien fue nuestro primer perro. Callejero. Rescatado. Adoptado. Marca perro. Era petiso, de pelo lacio, ni corto ni largo, color ladrillo. Lo llamamos Pupi.

El perro nos quería a todos pero mi padre era su preferido, claro, si era su salvador y su abogado defensor para conseguir salir de la calle y encontrar casa, comida y familia.

Al llegar el momento de mudarnos, el Pupi se mudó con nosotros al barrio. Ahí había menos peligro y podía andar más libre en la calle, lejos de los autos del centro, revolcarse en los pastizales, embarrarse hasta la cabeza y después debía acceder a cumplir con el ritual del baño porque era imposible dejarlo entrar a casa en ese estado de milanesa de tierra.

En la libertad del barrio el Pupi nos seguía cuando íbamos a hacer los mandados o a la casa de algún vecino, nos acompañaba una o dos cuadras si teníamos que tomar el colectivo para ir a la escuela y después volvía solo a casa.

Y en esas idas y vueltas se puso de novio con una perrita de una familia que era dueña de uno de los almacenes donde comprábamos. Fue un noviazgo con todas las letras, él la visitaba diariamente y sus dueños nos contaban que tomaban sol al costado de la pileta. Ya sabíamos que si no estaba en casa estaría en la casa de su novia, creo que se llamaba Katy, perdón si me equivoco, hace más de cuarenta años. Ella también era marca perro, más chica que él, blanquita con unas pocas manchitas marrones y de pelo corto.

La familia de Katy nos dio la noticia de que la chiquita estaba embarazada y nos prometieron un perrito de esa cría.

Uno de los cachorritos fue el vivo retrato de su padre y en la casa de su familia de nacimiento le pusieron de nombre “Tuco”. Es que era realmente así, color tuco, colorado oscuro, anaranjado oscuro casi marrón y al crecer se puso más amarronado. Le dieron ese nombre acorde a su apariencia y así fue que el Tuco fue nuestro segundo perro. Años después vinieron otros que serán parte de otros relatos.

A veces uno puede rescatar sus tesoros de otros tiempos, los recuerdos de una infancia lejana.