Vacaciones

Por Virginia Castro – En el último día de las vacaciones nos dieron permiso para juntar caracoles de la playa. La mayoría de los días estábamos en playas del centro y no había nada. Pero los días que íbamos a lugares alejados mi hermano y yo insistíamos en juntar caracoles para llevar a casa y no nos dejaban. Nos decían que íbamos a ensuciar el hotel, que si eran para llevar sería mejor que los juntáramos el último día.

Y tuvimos que esperar quince días para hacer nuestra caza marítima. Para nosotros tenía el nivel de algo arriesgado porque era la primera vez que veíamos el mar y que todos los días amaneciera la playa cubierta de caracoles era algo maravilloso.

Además, en esas vacaciones conocimos Mar del Plata y también era la primera vez que íbamos de vacaciones a un hotel en el que nos llevaban el desayuno a la habitación y todas las noches cenábamos en un comedor grande con otras personas que también estaban en ese hotel. Después del desayuno nos llevaban a distintos balnearios que tenían sombrillas y nos podíamos quedar todo el día porque a la hora de almorzar una parte de un bar estaba destinada para los huéspedes del hotel.

Ya habíamos ido dos veces en carpa a unos balnearios de Entre Ríos y en Ñandubaisal jugábamos a contar los pasos río adentro para ver hasta dónde hacíamos pie. Un día contamos doscientos pasos y el agua nos daba a la altura del pecho. Al día siguiente fuimos de la mano de papá y contamos casi cien pasos más.

El año pasado fuimos en el invierno una semana a Bariloche para conocer la nieve. Fue la única vez que viajamos en avión. Nos quedamos en una cabaña que quedaba tan, pero tan, en medio de la nieve, que un día no pudimos salir. Lo peor de ir a Bariloche fue que era la primera vez que mamá nos hizo preparar nuestras valijas.

A mamá le gustaba cocinar lo que pescábamos en las vacaciones y por eso nunca habían buscado lugares con pensión completa. En todos lados casi siempre comíamos pescado y era un orgullo cuando podíamos decir que lo habíamos conseguido nosotros tres y se lo llevábamos a mamá como si fuera un trofeo. Ella decía que se sentía como una mujer de las cavernas a la que los hombres de la casa le traían los animales para comer.

Insistíamos con el tema de los caracoles porque unos días atrás habíamos visto en televisión que hacían manualidades y eran fáciles, lo único que había que hacer era pegarlos sobre lo que se quisiera adornar y después pintar con barniz. Un día vimos una caja de madera y otras veces unas botellas para hacer un florero o un velador. Mamá nos decía que eran horribles, pero nosotros éramos chicos y como en la escuela nos enseñaban a hacer actividades prácticas ya sabíamos barnizar y nos parecía que hacer eso sería bueno.

El primer día que salimos a pasear vimos en casi todas las vidrieras lo que nosotros queríamos hacer y que mamá nos había dicho que no le gustaba. Ahí nos dimos cuenta de que no era novedoso el sistema, pero entonces con mi hermano nos pusimos de acuerdo en llevarnos los caracoles para hacer manualidades y al año siguiente, si teníamos la suerte de venir de nuevo a Mar del Plata, las podríamos vender en esos negocios. Era hermosa la inocencia de los diez años porque pensábamos que íbamos a vender lo que había por todos lados y en cantidades infinitas.

Mamá pensó que nos olvidaríamos de los caracoles pero apenas llegamos a la playa empezamos a juntar y los guardamos en una bolsa que al final de la tarde estaba a punto de explotar de llena.

La bolsa era pesada. Mamá y papá dijeron que ellos no se harían cargo de lo que nosotros llamamos “nuestro tesoro”. Tuvimos que arreglarnos entre los dos para llevar la bolsa, un rato cada uno y cuando íbamos para el hotel ya no dábamos más. Agarramos una manija cada uno y por suerte teníamos que caminar poco porque la trafic que nos llevaba al hotel nos dejaba en la esquina.

Y fue al llegar a esa esquina que la bolsa -que era de plástico- se nos desfondó justo sobre la alcantarilla.