Despertar…

Por Virginia Castro – Abrí los ojos asustada. No estaba en mi cama, a mi lado vi un cuerpo casi desconocido y lo reconocí cuando empecé a recordar mientras disfrutaba de un perfecto chocolate sin azúcar -hoteles modernos que te hacen cuidar la línea-. Me gustó ese chocolate, fue un placer nuevo, como cada parte tuya, con la misma dulzura que perdura.

En ese segundo encuentro temí despertarme y descubrir que había sido un sueño. Pero recordé que en el primero fue verte, mirarte, escucharte. Buscarte. Besar tu mejilla y dejar un sello rojo, como al pasar. Provocarte descaradamente. Jugar a que jugaba. Invitarte a vernos otra vez y recibir tu aceptación. Asustarme por la inmediatez y seriedad con que dijiste: “¿Por qué otra vez? ¿Por qué no quedarnos juntos desde ahora?”.

Y arrepentirme mil veces por negarme. Y volver a buscarte. Perder el número de contacto. Insistir. Encontrarte. Y en la construcción de una relación a partir de los mensajes me dejé conocer, me gustó perder la vergüenza. Contar deseos -entre dos casi desconocidos- me conmovió sin saber por qué, sin preguntármelo. Viviría lo que fuera, sin detenerme a analizarlo.

Hasta en eso coincidimos. Dijiste que querías: “Vivir un sueño”. Creo que fue un sueño digno de atesorar más allá de los mensajes escritos. Un sueño que permanecerá largamente como real, que se talló en mi piel y en mis ganas. Ciertamente no hubiera querido despertar.

Si hubiera podido elegir, otra sería la historia. Estaría navegando cada día en la esperanza de volver a verte, tocarte, besarte, acariciarte, volver a besarte, seguir hasta quedar exhaustos. Descansar y empezar. Y seguir. Y no prometer cuándo. Y no prometer cuánto. Entonces, esa falta de concreción haría el milagro de que el “siempre” flotara y fuera posible e indefinido.

Fue bueno conocerte. Había perdido la pasión. En medio de mi quietud efervescente apareciste de la nada. Y en la concreción de la primera cita me pasaste a buscar, abriste la puerta del auto, me besaste de un modo que me hubiera quedado besándote en la calle como una jovencita.

Y luego, al despertar, nos quedamos en la cama hablando de problemas de salud, económicos y familiares, fue tan raro… Fue un recreo. Volvimos con toda la pasión. Demasiada pasión para desarrollar lo previsto y, luego, yo enmudecí. Y te escuché decir que tus condiciones te impiden tener una relación constante fuera de tu casa. Entendí tu dependencia familiar aunque me escribiste al principio que las razones no debían importar para el encuentro. Te creí, sin inocencia, sin culparte. Al contrario, suponiendo que no eras libre. Creí porque quise creer. Quise que fuera cierto que las razones no opacarían el brillo de estar a tu lado el tiempo que fuera.

Mi vida tampoco era tan libre. Me quedaba poco tiempo entre dar clases y aprender un nuevo idioma para ejercitar eso que dicen que debe hacerse después de los cuarenta. Un amante de tiempo completo no estaba en mis planes. Tal vez no entendí tus miedos porque yo no los tenía.

Entendí lo que quise: placer, pasión, deseo, por lo que me pasó con vos. Movilizaste células de mi cuerpo y empezó a generar placer. Sentí deseos de verte otra vez, no la obligación de hacerlo.

Hubiera preferido dejar la posibilidad abierta, no manejar el destino. Me gustó jugar con esas palabras que dijo tu amigo. Me sentí totalmente Cenicienta con el Príncipe, la carroza, el baile. Perdí más que el zapatito y me gustó.

Ahora preferiría que los deseos pesaran más que las razones, que pudieras despojarte de verdad como escribiste en el primer mensaje. Que pudieras encontrar una isla en medio de tu océano de obligaciones para encontrarte conmigo.

Si fueras el príncipe, sin recorrer el pueblo entero podrías ubicar a la dueña del zapatito. Hay un número de teléfono, un domicilio físico y uno virtual, para decirlo de forma más adulta y contemporánea.

En la actualidad, cuando el Príncipe no quiere, Cenicienta ya no sueña, despierta y no insiste…